ENCUENTRO OCURRIDO EL 23
DE MAYO de 2004 EN EL HOSPITAL CLINICO DE LA UNIVERSIDAD de SANTIAGO , CHILE
A
MARIA SUSANA RIQUELME
EL PADRE PIO DE PIETRELCINA ME HA VISITADO...
(Encuentro ocurrido el 23 de mayo de 2004 en el Hospital Clínico de la Universidad Católica de Chile)
(Encuentro ocurrido el 23 de mayo de 2004 en el Hospital Clínico de la Universidad Católica de Chile)
Mi nombre es María Susana Riquelme Castro, vivo en Santiago de Chile y tengo 38 años. Desde diciembre del 2002 estoy embarcada en un proyecto de evangelización católica, llamado Fecunda, al que me ha invitado a participar Oscar Silva. Este amigo me ha llevado de la mano explicándome de manera maravillosa el Evangelio y el sentido de la fe en el mundo actual a través del espacio ¡Duc in Altum! que diariamente condujo en Radio María. La forma y las condiciones en que se ha gestado este proyecto sólo puede venir de Dios...
Hacía poco que habíamos entrevistado a María Alicia Cabezas, quien hace unos años había recibido, mediante la intercesión del Padre Hurtado, el milagro por el cual fue beatificado el sacerdote y ya algo insólito había ocurrido ese día. Muy entusiasmados decidimos entrevistar a Vivian Galleguillos, la joven que obtuvo el milagro por el cual se canonizará al Padre Hurtado. Con el relato grabado y las fotografías tomadas me dispuse a traspasar la entrevista a la sección “Testigos de Santidad” que tenemos en nuestro querido sitio web de Fecunda que tiene como lema y propósito “El Arte y las Comunicaciones al servicio de la VERDAD”, es decir al servicio de CRISTO.
Coincidiendo con la entrevista a Vivian, supimos de la visita a Chile de un ingeniero que estudiando el lienzo de la Virgen de Guadalupe descubrió en las pupilas de los ojos de María imágenes maravillosas que esperaron más de 500 años la tecnología necesaria para ser reveladas a la humanidad. El mensaje sublime de la Virgen apunta a la FAMILIA, tema que deseamos profundizar, pues el divorcio, el aborto y las uniones entre personas del mismo sexo están acechando al mundo.
Por esos días mi alma estaba plena de felicidad, pues todo este trabajo nos tenía muy satisfechos. Sabíamos, por el reporte de estadísticas, que mucha gente de los más variados países estaba entrando al sitio, leyendo las secciones y bajando incansablemente las composiciones musicales de Oscar. También estaban apareciendo artistas católicos interesados en nuestro contenido y deseosos de prestarnos colaboración, a sabiendas que todo lo que está allí es gratis, que nuestro trabajo no es remunerado en dinero, sino en bendiciones y que sólo nos anima dar a conocer el Arte y la Belleza que Dios inspira en los hombres para su salvación, a través de secciones de música, poesía, fotografía, iconografía, testimonios, etc. Por otra parte, Oscar estaba preparando las oficinas en las que trabajaríamos y providencialmente me estaban llegando hermosos proyectos de internet. Debo confesar que desde que pedí que me despidieran en agosto del año pasado de mi último trabajo, para dedicarme sólo a Fecunda, no he buscado otro pues ya nada me anima a trabajar en lo que considero que no está la VERDAD. A nuestro Padre Dios y a la Virgen ya les he dicho, insistentemente, que si no me permiten trabajar para la Iglesia, que me dejen como dueña de casa. No deseo ser diseñadora sino es para EL. Ahora sospecho en mi alma que la Virgen me está consiguiendo esos trabajos para que obtenga alguna recompensa económica, cosa que no le he pedido, pero que agradezco muchísimo.
En mi dormitorio tengo un cuadro de María, con el niño Jesús en sus brazos recién nacido. En esos días, andaba tan feliz con las entrevistas y las charlas sobre el lienzo de Guadalupe que cada vez que miraba la imagen le decía a la Virgen: “No puede ser tanta felicidad... algo me estás preparando... yo sé que algo te traes entre manos para mí”. Se lo dije como tres días seguidos...
Cerca del 10 de mayo empecé a sentirme enferma, muy resfriada. No le di mayor importancia, pensando que era pasajero. Algunos días me sentía mejor y otros francamente no podía levantarme de la cama. Tomaba todo tipo de remedios, pero me costaba realizar las labores domésticas y sentarme frente al computador para trabajar en Fecunda. Por las tardes me acostaba con el cuerpo adolorido, sufría escalofríos y tenía un continuo dolor de cabeza, y además casi no tenía voz. Para el día 19 de mayo todo el interior de mi boca estaba llena de fuegos, por la fiebre constante. No podía comer ni tragar nada. Roberto, mi marido, intentó llamar un doctor a la casa, o conseguir hora en algún centro médico pero era imposible, no había nada disponible.
La tarde del viernes 21 de mayo comencé a empeorar, el termómetro marcaba 38º. Entonces Roberto decide llevarme de urgencia al Hospital Clínico de la Universidad Católica de Chile. Dejamos a nuestros dos hijos en casa de mis padres y ya en el hospital, viendo que mi capacidad de oxigenación estaba bajo el límite, el médico de urgencia decide dejarme internada un par de días, por precaución. Aceptamos y rápidamente se iniciaron los trámites para mi hospitalización. En la camilla me colocaron una máscara de oxígeno y después de tomadas las radiografías de tórax fui derivada a la sección Medicina B, quinto piso, cama 5022, en una sala donde habían otras cuatro pacientes. Ya de noche mi marido trae los útiles de aseo personal que le pidieron y unos de mis libros del Padre Pío de Pietrelcina que le encargué, el cual procuro tener siempre junto a mí. Antes, Roberto me había dejado una estampita del Padre con su novena en el número de la cama.
Al examinarme los doctores se dieron cuenta que no tenía nada de voz y que con grandes esfuerzos contestaba a las preguntas de la ficha médica. Esa noche me dejaron durmiendo casi sentada, siempre con oxígeno. Las enfermeras venían a cada rato a darme alguna pastilla o a inyectarme algún antibiótico.
Al otro día, sábado 22, me diagnosticaron neumonia y me dijeron que el germen que había atacado se llamaba “neumococo”. Me dejaron con suero, nada de agua, y solo una papilla de almuerzo, dadas las lesiones que tenía dentro de mi boca. Esa tarde, mientras estoy semi sentada leyendo el librito del Padre Pío, observo que la joven paciente que está frente a mi cama lee atentamente un libro. Por la conversación que sostiene con las demás me entero de que se trata del “Código Da Vinci”, un libro muy vendido cuyo único propósito es alejar a las personas de Dios y de la Iglesia. Escucho como la joven intenta convencer a las otras tres pacientes, que se declaran católicas, que todo lo que dice el libro es verdad y me admiro de como todas ellas le encuentran la razón. Obviamente, no puedo juzgarla, porque eso sería querer ponerme en lugar de nuestro Padre Dios, pero siento que es deber dar mi opinión, que no debo quedarme callada. Entonces me quito la mascarilla y con mucho esfuerzo explico mis ideas y desde ese momento están atentas, con mucho cariño, a la evolución de mi salud.
Cerca de las 19 hrs. tomo la estampita del Padre Pío y empiezo a rezar su novena en mi corazón. Le digo al Padre que ofrezco a Dios mi enfermedad y que la ofrezco por la Iglesia, por los ataques que viene sufriendo, porque no es escuchada. Por el Papa Juan Pablo II, porque lo quieren bajar de la cruz, a lo que él, como ejemplo para todos los católicos, no ha accedido. Pienso en los misioneros, ministros de comunión, catequistas, diáconos, laicos comprometidos, en todos los que conforman la Iglesia. También pido por las vocaciones sacerdotales y religiosas, para que vayan floreciendo y fortaleciendo. Pido por los sacerdotes que se han portado mal, para que enmienden su camino y encomiendo a Dios las almas del sacerdote José Aguirre, tristemente llamado “cura Tato” y del Obispo Cox, pero asimismo pienso en todos los sacerdotes y Obispos del mundo que han caído en graves faltas a la moral, porque ellos más que críticas necesitan de nosotros oración, y penitencia. Pido por la conversión de muchas almas, todas las que alcancen con mi poca enfermedad, entre ellas las de mis compañeras de habitación y, por último, pido muy cariñosamente por el proyecto de evangelización que tenemos con mi amigo Oscar.
A las 21 hrs. hago la misma novena e insisto en pedir lo mismo, pero esta vez le digo al Padre: “Si es necesario que yo sufra un poco más, hazlo”.
A las 22.30 hrs. vuelvo a rezar la novena y como soy hija espiritual del Padre Pío, me acuerdo que él decía, cuando estaba acá en la tierra, que cuando alguno de sus hijos espirituales lo necesite, que se lo diga a su propio ángel guardián para que este le dé el recado al suyo, porque se lo hará llegar. De inmediato en mi alma invoqué a mi ángel para que le dijera que el ofrecimiento seguía en pie y que se acordara, que si era necesario que yo sufriera, que lo hiciera. Que le dijera a Dios que yo estaba dispuesta a sufrir por la Iglesia... Un instante después, mientras leo el libro, presiento que el Padre ha recibido mi mensaje.
A las 23 hrs. ya estábamos listas para dormir. Yo dormía a ratos, pues la mascarilla de oxígeno me incomodaba. Ya en domingo 23, pasadas las 2.20 de la madrugada, tuve deseos de orinar y como era la única de la habitación que no podía levantarse apreté el botón para llamar a la enfermera de turno, que me trajo lo que necesitaba. Me quedé en vela, no podía dormir. Estaba, como dije antes, semi sentada pero con la cabeza mirando hacia el ventanal que tenía a la derecha. Sobre mi cama no había nada, pero sobre la mesa estaba la ficha médica y el libro del Padre Pío.
En ese momento sentí deseos incontenibles de confesarme, pero con los pecados más grandes de mi vida y dije: “si soy hija espiritual del Padre Pío, bastará con que mientras le diga mis pecados en mi mente, pues sé que desde el cielo me va a escuchar”. Repentinamente cambié de idea y pensé: “No, el Padre Pío es un santo que tiene millones de seguidores en todo el mundo, y él en vida dijo que sabía que trabajaba mucho, pero que una vez que partiera de esta tierra trabajaría aún más”. Entonces me consideré poco digna de molestarlo y le dije en mi alma: “Padre, vamos a hacer una cosa: yo pondré mi mente y tú pondrás en ella a un sacerdote y yo me confesaré con él como si fueras tú, porque esa es la idea, que yo me confiese bien con cualquier sacerdote...” En ese instante en mi mente, quiero decir en mi imaginación pura, aparece un confesionario de madera donde entra caminando un sacerdote de jeans, camisa celeste, con el distintivo blanco que usan en su cuello. El sacerdote es de unos 40 años, medio gordito, rubio, muy blanco, con las mejillas bien rojas y de lentes que me dice a los ojos muy serio: “cuénteme” y ahí me lanzo a contarle todo lo que tenía dentro. Cuando termino de confesar mi último pecado, y el que consideraba más grave, escucho un estruendo y veo que el sacerdote abre la ventanilla del confesionario y que con su dedo índice apunta hacia mi izquierda...
(Lo que relato a continuación, como todo lo anterior, es verídico. Aclaro que estaba totalmente despierta y no tenía fiebre, ni delirios, pues hacía poco me habían controlado la temperatura y era normal y estaba tan lúcida como estoy ahora).
Como contaba anteriormente, el sacerdote en mi imaginación apuntó hacia mi izquierda, entonces vuelvo mi cabeza y veo aferrado a la cama, y junto a mi brazo, al mismo Padre Pío de Pietrelcina, en carne y hueso, mirándome a los ojos con una ternura incontenible y haciendo con su mano derecha el signo de absolución. El Padre no era un espectro o fantasma, lo afirmo porque ante mis ojos vi su cuerpo humano con volumen y proyectando sombra. Una aparición jamás podría tener estas características... Como tenía la mascarilla de oxígeno puesta y no tenía voz, le gimo desde mi alma “Padre Pío, Padre Pío, yo te amo... yo no te quería molestar” y él asiente con su cabeza dos veces, sonriéndome dulcemente como diciendo “si ya lo sé, si ya lo sé”. Quise tocarlo, pero no lo hice por temor a que pudiera pensar que desconfiaba de su presencia como lo hizo el apóstol Tomás que deseaba tocar las llagas de Jesús cuando vio a nuestro Señor Resucitado. También quise abrazarlo, pero me sentí totalmente indigna. Yo miraba al Padre y me sentía amada como nunca nadie me amó en la vida. El Padre Pío vestía su hábito de fraile capuchino y estaba con la capucha puesta, todo de color café. No llevaba guantes puestos, ya no tiene estigmas. Su figura tenía la belleza del cielo. Se veía grande y fuerte, de espalda imponente, y de unos 60 años. Su presencia lo llenaba todo. Capté que también había otra persona a los pies de la cama, pero no quise ver quien era, pues sólo quería seguir mirándolo a él. Por encima de su cabeza vi que el reloj negro que está sobre la puerta de la sala señalaba las 2.50 de la madrugada.
Luego, espontáneamente, en un gesto muy suave se inclina sobre mi frente y me da el beso más tierno que alguien en el mundo pudiera recibir. Yo era allí una niñita besada por su abuelito querendón. Embargada de emoción sentí como sus labios se posaban de una manera extremada e infinitamente dulce sobre mi frente durante varios segundos. Disfruté la textura y la calidez de ellos y en ese instante me sentí amada, amada, profundamente amada, tanto que se me confundió el amor de él, el Padre Pío, con el Amor de nuestro Padre Dios. Mi corazón estaba en blanco y sentí como el Padre susurraba en mi alma: “Vine porque yo quise, porque yo te he amado desde toda la vida, hija mía”. Esta frase quedó grabada con fuego en mi memoria...
Enseguida me saca la mascarilla y siento su perfume de flores, que yo ya conocía, y pone su mano izquierda en mi pecho y su mano derecha en mi espalda. Toda la palma de la mano toca la piel de mi espalda, pues la camisa de dormir que me pusieron tiene muy sueltas las amarras detrás. Percibo que su mano es grande, cálida y segura y no siento indicios de los estigmas por los que fue tan conocido. El Padre Pío no era un muerto, pues las manos de un difunto son heladas. Si sus manos estaban tibias, era porque dentro de ellas corría sangre en sus venas. ¡El Padre Pío estaba allí vivo, porque CRISTO RESUCITADO estaba en él!...¡Que maravilla entender ese mensaje subliminal y trascendente! Con sus manos me revelaba que CRISTO SI HABÍA VENCIDO A LA MUERTE... ¡HABIA TRIUNFADO! y me lo había venido a decir personalmente, no con palabras, sino con detalles, porque todos mis sentidos los tenía al alerta máximo... y como me conoce sabía que iba a comprenderlo todo... por eso me sonreía tan feliz siempre...
Después el Padre eleva con una liviandad inusitada mi cuerpo verticalmente hacia el techo con la velocidad de un rayo pero con la cara mirando hacia el cielo y me deja suspendida unos 3 o 4 segundos con los brazos abiertos en posición de cruz. Luego al bajarme, con mucha suavidad y lentitud, logro ver toda la habitación y a mis compañeras que siguen durmiendo. Finalmente al descender a la cama mi rostro entero queda mirando hacia abajo. Mi cuerpo es toda una esponja. Entonces su mano derecha se carga suavemente sobre mi espalda y siento que el Padre Pío está inclinado sobre mí y escucho hasta su respiración. Me dice muy cerca del oído con voz grave pero serena unas palabras en italiano, para explicarme lo que está haciendo conmigo. De estas palabras sólo puedo recordar que la primera era algo así como “acosto”. De las siguientes no me acuerdo pero traduzco como “hacia el otro lado” y percibo que todo mi tórax comienza a inflarse desde abajo hacia arriba con un aire muy tibio pero agradable en cosa de segundos.
Mi corazón estaba como un papel en blanco que recibía palabras generosas. Entonces en mi alma escucho una voz que dice: “Estoy muy complacido porque no has pedido nada para ti y acepto todo tu ofrecimiento. Vas a sufrir un poco, pero esto es momentáneo y nunca más lo vas a tener”. Luego, me anima a confiar plenamente en EL, y me revela detalles hermosos sobre el trabajo de Fecunda.
Mientras dice las mismas palabras en italiano que antes he tratado de describir el Padre Pío toma suavemente mi cuerpo dócil y lo dirige hacia atrás. Por instinto vuelvo mi mirada hacia él y observo como me sigue con su rostro, con sus ojos puestos en mis ojos. Al quedar de nuevo semi sentada en la cama veo admirada como en la zona de mi pecho, que va de hombro a hombro, empiezan a burbujear dentro de mi piel unas pelotitas de aire caliente como de unos tres centímetros de diámetro. Las toco con mis dedos una a una y observo como se deslizan de un lado para otro. No me duelen y las siento muy agradables. Todo este movimiento de burbujas dura como un minuto, mientras alabo a Dios reconociendo que sólo EL puede hacer estas maravillas. Enseguida giro mi cuerpo hacia el Padre Pío, que sigue mirándome con dulzura. El, que a veces era definido como hosco, estaba frente a mí derritiéndose de una ternura irrefrenable. Entonces observo como todo el fondo que está detrás del Padre Pío se tiñe del mismo color café de su hábito y que aparecen infinitas estrellas. El Padre queda sobre este fondo y tras de él una luz cálida enmarca su figura. En ese instante escucho un coro de ángeles que cantan alabanzas a Dios, pero no veo a ninguno. Era una música espléndida, celestial, sólo voces de ángeles. Al terminar la música el Padre me dice sin mover los labios, pero mirándome fijamente: “Susana: Para ti se acabó el tiempo de los hombres, ahora vienen los tiempos de Dios”. Quizás veía en mi alma el deseo de irme con él y no quería llevarme si yo no estaba bien preparada.
(He comprendido, posteriormente, gracias a un fraile capuchino, que estas palabras son un mensaje tanto para mí como para todos los demás: La santidad si es posible y el cielo nos espera, pero para entrar en él debemos dejar atrás los placeres mundanos, el materialismo y el consumismo, el desorden sexual, la búsqueda del prestigio, del éxito y de la fama. Así podremos vivir en la sencillez que Dios nos regala confiados absolutamente en EL.)
Entendiendo que el Padre se marcha vuelvo mi cuerpo completamente de espaldas y elevo desesperada mis manos hacia el cielo clamando y suplicando repetidamente desde el interior de mi alma: “¡Padre Pío no te vayas, Padre Pío no te vayas!”. Me siento en la cama y comienzo a toser fuertemente y veo que a los pies de la cama hay una religiosa enfermera de unos 60 a 70 años, que lleva un delantal blanco, que no es de esta época, que su camisa es blanca y el cuello de dos puntas está abotonado hasta arriba. Su toca también es blanca y en el borde de su frente alcanzo a contar tres líneas azules, las vuelvo a contar y ahora parecen cuatro. Ella me contempla con calma unos tres minutos como esperando a que me reestablezca bien y luego de mirarme fijo a los ojos desaparece. Otra vez miro el reloj de la habitación, son las 3.10 de la madrugada. El Padre Pío debe haber estado a mi lado unos quince minutos, pero a mí me parecen menos... es indudable que el tiempo de Dios, es diferente al de los hombres.
Después de este hecho quedé totalmente en vela, con el alma eufórica. ¿Quién podría dormir después de semejante visita?. Me doy cuenta que la mascarilla de oxígeno está sobre mi cama y me la coloco enseguida antes de que entre una enfermera y lo note. Comienzo a pensar que fue extraño que nadie hubiese entrado mientras estaba el Padre Pío cuando lo único que deseaba es que mis compañeras de sala se hubieran despertado para que hubiesen visto por sí mismas la maravilla que Dios había permitido. Entre esa hora y las seis de la mañana, que es cuando llegan las enfermeras, el tiempo se me pasó volando. En ese lapso alabé a Dios Padre por haberme dado la gracia de recibir la visita del Padre Pío, por todas sus palabras, que sentí como mensaje del Creador. Lloré de emoción recordando una y otra vez el beso que me dio, porque el beso no era necesario y él quería dármelo y no me sentía digna de recibirlo. También pensé en que el Padre Pío me había hecho ocupar casi todos los sentidos: la vista, porque lo vi; el olfato, porque sentí su perfume de flores; el oído, porque escuché sus palabras en italiano y el coro de ángeles, y el tacto porque sus labios besaron mi frente y sus manos tocaron mi cuerpo... Es raro, medité... sólo me faltó el sentido del gusto... pero claro, concluí, acá el sentido del gusto no tiene mucho que hacer...
A las seis de la mañana, cuando vienen a despertar a todas las pacientes mi corazón está muy feliz, pues sé que si Dios Padre, por intermedio del Padre Pío, ha aceptado mi ofrecimiento también irá concediendo de a poco lo que le he pedido... pero también sé que no es bueno contar de inmediato lo ocurrido. Vengo conociendo a las pacientes, a las enfermeras y a los médicos... ¿Quién podría creerme de buenas a primeras? Cuando las auxiliares se disponían a bañarme en la cama, me tapé de manera decidida la frente con las manos. No podía permitir que borraran el lugar donde el Padre me había besado.
A mediodía llega la Hermana Celite María, una religiosa de la Congregación de Hermanas Ministras de los Enfermos de San Camilo a dar la comunión y le pido muy contenta que me la dé. Rezamos, me leyó las lecturas de ese día domingo. Mi alma está feliz, feliz... me siento otra, el Padre Pío me ha confesado en la noche, y me ha manifestado su profunda ternura y ahora puedo recibir a Jesús ¿qué más puedo pedir?. Cuando la Hermana toma la hostia para llevarla a mi boca veo que a una distancia de unos 15 centímetros de mis labios el Cuerpo de Cristo se ilumina y lo recibo como nunca lo he hecho. La hostia venía tan delgadita y ahora dentro de mi boca era inmensa, gordita, viva. Allí, mediante el Espíritu Santo, entiendo el mensaje profundo del Padre Pío: Está bien, él me visitó y ha ocupado 4 de mis 5 sentidos: lo he visto, lo he oído, he olido su perfume y he tenido contacto con sus labios y con la piel de sus manos. Es cierto, esto es importante, pero ahora que recibo la hostia en mi boca y he usado el último sentido que me faltaba, el sentido del gusto, no debo olvidar nunca que lo esencial, que lo más importante es el Cuerpo de Cristo RESUCITADO. Ahí está TODO, ahí está toda la VERDAD, es la guinda que corona la torta, no el pastel, y me acuerdo con emoción que cuando el Padre Pío celebraba la Eucaristía, no demoraba una hora como regularmente se usa sino dos horas o más, pues cuando consagraba el Cuerpo de Cristo, extasiado lo mantenía levantado entre sus dedos por lo menos una hora en completo silencio ante la ferviente mirada de los feligreses que asistían a su misa... Esto me llena de ternura pues mi amado Padre Pío no sólo ha escuchado mi confesión, se ha alegrado con mi ofrecimiento y me ha manifestado su inmenso amor: él ha hecho una catequesis conmigo que he comprendido perfectamente...
Al terminar el sacramento comento a la Hermana Celite con mi poca voz lo que he vivido en la noche desde mi ofrecimiento... Ella muy emocionada bendice a Dios y me dice que he dado en el clavo pues me cuenta que cuando el Padre Pío estaba en la tierra la Iglesia sufría las mismas críticas de hoy y también existían sacerdotes que actuaban mal, todo lo cual lo hizo sufrir mucho. Me asegura que el Padre Pío debe haber estado muy contento con lo que ofrecí y pedí y me dice algo así: "Faltan religiosas con la fe que usted tiene". Así nos despedimos contentas y cómplices de lo sucedido.
En la tarde me visitan mi marido y mi papá. Estoy ansiosa por contarles, pero mi voz es muy débil. Entonces pido un lápiz y un papelito donde les escribo: “hoy, 10 para las 3 de la mañana vino el P. Pio”. Roberto y mi papá se quedan perplejos, saben que no inventaría una cosa así porque me conocen, y como puedo les digo que era el Padre en carne y hueso. Mi papá nota que me emociono mucho y que eso me fatiga y acariciándome la cabeza me dice al oído que sabe que es cierto pero que es mejor que le cuente los detalles otro día y la conversación cambia de giro, pues no desean agitarme más. Después del horario de visita mi respiración se debilita y la fiebre comienza a subir. Las enfermeras se inquietan, no pueden darme ni agua ni comida, sólo un palito envuelto en gasa húmeda en los labios. Me suministran paracetamol y me inyectan muchos antibióticos, pero estoy tranquila y feliz, no tengo de que preocuparme pues ya se me había augurado que esto sería momentáneo y que nunca más lo iba a tener.
El resto de la tarde permanezco semi sentada, así puedo respirar un poco mejor. Mientras, en forma alternada, leo tranquilamente mi libro del Padre Pío y rezo a Jesús cuando lo contemplo en el crucifijo que está colgado en la pared de la puerta. Me doy cuenta que mis compañeras me observan con mucho respeto. Ya de noche una enfermera me comenta que para lo mal que estoy está sorprendida de verme tan serena y con tan buen ánimo. En la madrugada me cambian dos veces el camisón y las sábanas pues la fiebre me hace mojar todo. Por supuesto que cuido de no contar nada de lo sucedido, pues pensarían que estoy delirando.
Al otro día, lunes 24, como a las 9.30 de la mañana sufro una crisis respiratoria. El doctor J. C. F., que está examinando a una compañera, corre a asistirme y llama al doctor G. E. que es el encargado de la habitación y le dice que me ve mal, que respiro poco y que tengo taquicardia. Los antibióticos que me dan de manera repetitiva no parecen hacerme efecto. El doctor G. E. ordena que traigan inmediatamente una máquina de radiografía portátil pues ya no estoy en condiciones de moverme. Me toman una radiografía de tórax cerca de las 10 de la mañana. El doctor G. E. trae al doctor M. A. que es el Jefe de la Unidad de Tratamiento Intensivo, y juntos ven la radiografía reciente. Diagnóstico: “Neumonia grave e insuficiencia respiratoria aguda”. Me dicen que tengo un pulmón colapsado y en mi interior pienso que están equivocados pues cuando el Padre Pío apoyó su mano en mi espalda la sensación de aire tibio abarcó todo mi tórax, ambos pulmones y las burbujas de aire caliente que me toqué iban de hombro a hombro.
El doctor M. A. me examina y me encuentra muy mal. Comenta al grupo de médicos que ha llegado junto a mi cama que esta neumonia es rarísima y que es la más grande y completa que se pueda tener y acercándose a mí me dice con suavidad algo así: “Mira, te vamos a trasladar a la UTI, estás respirando al mínimo, así es que tendremos que darte respiración mecánica mediante un tubo que pondremos en tu boca, pero no vas a sufrir nada, porque te vamos a sedar. Confía en nosotros, estaremos siempre a tu lado, allí estarás conectada a un monitor que automáticamente te suministrará todo lo que necesites. Tendrás la mejor atención, no tengas miedo”. Enseguida dieron aviso a mi marido de la decisión tomada.
Yo estaba tranquila, si ya se me había dicho que iba a sufrir un poco, que esto sería momentáneo y que nunca más lo iba a tener ¿para que tenía que preocuparme? Dios está por encima de todo. En el fondo no me sentía tan mal como los médicos decían que estaba. Las enfermeras estaban preocupadas porque no se desocupaba ninguna cama en la UTI y junto a mis compañeras de sala estaban atentas a todos mis movimientos. Me habían subido el nivel de oxígeno mientras esperaba el cupo en la UTI, que sólo se hizo posible a eso de las cuatro de la tarde donde me llevaron más que volando. Un rato antes guardaron todas las cosas que yo no necesitaría en la UTI para dejar sólo los útiles de aseo. Rogué que me dejaran llevar el libro del Padre Pío, a lo que accedieron creo que por lástima.
Al llegar a la UTI, me conectaron rápidamente al monitor y me inyectaron todo lo necesario y me tomaron nuevos exámenes de sangre. Ahora estaba bajo el cuidado del doctor G. R. Otro médico descubrió que el germen que me había atacado no era “neumococo”, como se pensaba al principio, sino que era otro germen de la colonia llamado “micoplasma”. Lo sucedido es que todo el comportamiento de mi cuadro correspondía a “neumococo” y era la primera vez que veían que “micoplasma” se comportaba así, lo que para ellos era toda una revelación. Con esto piensan que podrán darme el tratamiento médico adecuado.
El doctor M. A. observó nuevamente la radiografía donde salía el pulmón afectado. Hice señas al doctor G. R. y le dije con voz bajita al oído: “Doctor, son los dos pulmones”. Seriamente sorprendido me pregunta: “¿Cómo lo sabe?”. Cómo no podía explicarle lo del Padre Pío no hallé nada mejor que responderle: “intuición femenina”... lo que ahora me causa un poco de risa por lo disparatado que debe haberle parecido. Ni todos los médicos auscultándome juntos podían saberlo, eso sólo aparece en las radiografías.
En la tarde vino Roberto, lo vi realmente angustiado. Llorando me pedía que no lo dejara. Con lo poco que tenía de voz traté de calmarlo pues el Padre Pío me había dicho que esto sería breve, pero mi marido pensaba que el Padre sí había venido, pero para llevarme con él. No pude convencerlo, así es que finalmente salió muy triste de la corta visita.
El día martes 25 el doctor G. E. viene a visitarme, se notaba inquieto. Los medicamentos no parecen resultar tan efectivos. Cerca de las dos de la tarde el doctor M. A. ordena tomar una nueva radiografía de tórax. Con la placa en mano comenta a otro grupo de médicos que esta neumonia es tan grande y grave que es como para traer a toda la Facultad de Medicina a conocer una neumonia de verdad, que es rarísimo encontrar un caso así y explica a todos y a mí, que tengo clavados los ojos en él, que generalmente esta enfermedad trae uno o dos cuadros asociados pero que yo los tengo todos y en el grado máximo y me dice muy serio con la mano en su barbilla: “¡Como viniste a tomarte una neumonia así! esto está recién empezando. Vas a estar por lo menos cuatro semanas acá en la UTI” y adiviné por su mirada y sus gestos que estaba muy preocupado, tal vez temiendo un desenlace fatal. Pero insisto en que estaba totalmente tranquila... me sentía dulcemente acompañada por la promesa del Padre Pío, además estaba el libro que no soltaba nunca y en cuya portada aparece su rostro tal como lo vi en la madrugada del domingo.
Debo admitir que ese día fue cuando me sentí más mal. Esa noche me pusieron un termonebulizador, que es una mascarilla de oxígeno y otras cosas que funciona a toda presión. Un dato importante es que aquel día, precisamente, se cumplía un aniversario más de la fecha en que nació el Padre Pío: 25 de mayo de 1887. Ahora pienso que él deseaba como regalo de cumpleaños que ofreciera mi enfermedad a nuestro Padre Dios.
A las 9 de la mañana del miércoles 26 ordenaron una nueva radiografía de tórax. El doctor M.A. la vio en la pantalla de radiografías que estaba cerca de mi cama junto a un equipo médico, entre los que se hallaba el doctor G. R. La radiografía evidenciaba que, efectivamente, estaban colapsados ambos pulmones por lo que el doctor G. R. me miró asombrado porque yo ya se lo había dicho, que no era uno, sino los dos pulmones afectados. Observo que se sienta en un rincón de la sala y que me mira por un momento muy extrañado. A mediodía ya estaba respondiendo mejor al tratamiento médico. Con la ayuda de un kinesiólogo ya pude sentarme en un sillón para hacer ejercicios un poco más complicados, pero siempre con mascarilla de oxígeno y con mucha ayuda, pues mis piernas aún estaban débiles y los movimientos de mi cuerpo seguían torpes.
En la tarde Roberto me cuenta que han llamado varias personas preocupadas por mí, que han venido hasta la UTI, que no las han dejado entrar y que toda la Comunidad del Aire del ¡Duc in Altum! está enterada de mi enfermedad, y que están orando al Padre Pío por mí, que han pedido misas por mi recuperación y que me tienen incluída en el Rezo del Rosario de Radio María.
Desde el día en que llegué a la UTI observé una gran rotación de kinesiólogos que vinieron a visitarme. Deben haber sido unos diez. De los que me atendieron hubo una, Oriana Molina, con la cual parecía que los ejercicios para mis pulmones resultaban mejor y no quedaba tan fatigada después de hacerlos. Siempre estuve consciente y tranquila, tratando de ser lo más colaboradora posible. Siempre hablaba con los kinesiólogos, con las auxiliares y dormía bastante poco, lo que extrañaba mucho a los médicos y a las enfermeras, pues al parecer esperaban que estuviera inconsciente. Me daba cuenta que les parecía raro un comportamiento tan sereno y confiado. Debo admitir que amé esta enfermedad. Por si fuera poco la madrugada del jueves 27 me vino un ataque de risa con mascarilla, suero, pinchazos y todo, pues a mi derecha había llegado una abuelita de 92 años, que hacía correr mucho a los médicos y a las enfermeras pidiendo que le trajeran los papeles, que se les iban a perder. Todos corrían tomando cualquier papel, corcheteándolo delante de sus ojos para dejarla tranquila, lo que me causaba mucha gracia. Los médicos de turno se tomaban la cabeza mirándome y se decían: “¡Y se está riendo todavía!” Parece que se esperaba que como estaba oxigenando poco, yo debía estar medio muerta o algo así.
La mañana de ese jueves 27 vino a examinarme el experto broncopulmonar de la UTI, el doctor F. S., que se sorprende de mi mejoría y me dice que en unas horas más volverá a visitarme y que si me encuentra un poco mejor me enviará a la Unidad de Cuidados Intermedios, pues todavía no estoy en condiciones de irme al quinto piso, desde donde llegué, pues aún necesito cuidados especiales.
El doctor G. R. se siente muy orgulloso de ser él quien en la UTI está a cargo de mi caso y la evolución de mi tratamiento. Como le tomé cariño por su humildad y su afectuosa dedicación decido contarle algo de lo sucedido. Le digo, a modo de secreto y en forma breve, indicándole el libro: “Es el Padre Pío, le ofrecí mi enfermedad y él junto a ustedes ha colaborado en esta recuperación”. Me mira muy sorprendido por lo que escucha y pienso que me cree por lo insólito de la rapidez con que evoluciono. A mediodía vuelve a visitarme el doctor F. S. que me examina y dice: “¡Pero es que no puede ser! ¡Tú estás para que te envíe al quinto piso! Ya no es necesario que vayas a cuidados intermedios”. Todos están contentos y asombrados. De inmediato hacen las gestiones para devolverme al quinto piso. Esta vez llego a la cama 5043, cuya sala queda cerca de la cual donde fui visitada por el Padre Pío. A esta alturas recibo con mucho agrado y plenitud todos los designios de Dios... La promesa se ha cumplido, la gravedad de la enfermedad fue momentánea y sufrí muy poco.
Esa tarde recibo la visita de la kinesióloga Oriana Molina y le cuento lo sucedido con el Padre Pío. Ella sonríe y me dice que también es devota de él y compruebo que en su presencia desde la UTI, todos los ejercicios me resultan más fáciles y menos extenuantes que con los demás kinesiólogos. Cuando camino por los pasillos aferrada a ella, que lleva mi tubo de oxígeno, mis débiles piernas pueden pisar mejor. Me emociono mucho por el gran regalo que me ha hecho el Padre: esta kinesióloga de la cual me he hecho muy amiga y de la cual aprendo mucho con su propio y admirable testimonio de fe. Es una bendición haberla conocido. Su afecto y preocupación para conmigo me asombra. Ella concurrió a la UTI a verme porque un colega le dijo: “Hay una chica en la UTI que está gravísima, está muy mal y pensamos que ya no la vamos a poder sacar adelante. Te suplico que me ayudes”. Oriana solicitó mi ficha médica y conmovida fue a ayudarme...
La mañana del viernes 28 de mayo desde muy temprano me sorprende la visita de médicos y enfermeras que me examinan y observan admirados. Recibí la alegre visita del doctor G. R. que muy ansioso me dice “¿Le puedo pedir algo? Si alguien le pregunta quien estuvo a cargo de usted en la UTI, por favor dígale que fui yo”. Además viene el doctor G. E. con varios médicos, entre ellos uno a mi parecer docente en la Escuela de Medicina de la UC, y le dice señalándome como trofeo mientras estoy sentada recibiendo el nebulizador: “Ella ha tenido una recuperación asombrosa, que yo no me la explico”. Luego le describe mi diagnóstico y le cuenta que admirablemente he permanecido en la UTI sólo tres días, hecho totalmente insólito dada la gravedad de mi condición. Así, esa mañana, escucho sólo comentarios de este tipo.
A mediodía pido ayuda a una enfermera para llegar al baño de la sala porque deseo ducharme. Le ruego que me deje sola, que conectada al tubo de oxígeno y sentada en un piso bajo la ducha podré hacerlo sin problema. La enfermera asiente sólo bajo la promesa que tocaré el timbre de emergencia si me pasa algo. Dentro del baño y siempre conectada al tubo me siento y abro la llave de la ducha. Es cuando comienzo a llorar como una Magdalena, pues recién dimensiono la gravedad de la enfermedad que yo sentía sólo como un resfriado muy fuerte y doy gracias infinitas a Dios por todo lo que me regala y me quita a diario y al Padre Pío por haberme hecho promesas tan dulces sin haberlas pedido. Comprendí que Dios había aceptado mi enfermedad por la Iglesia, las vocaciones sacerdotales y religiosas, por el arrepentimiento de los sacerdotes que se han portado mal, por las conversiones de muchas personas y por el trabajo de evangelización al que estamos abocados con Oscar Silva. Doy gracias porque ante mi completa confianza, se me había vaticinado que sufriría un poco, que sería momentáneo y que nunca más volvería a tener esta enfermedad y por si fuera poco se me revelarían detalles de mi trabajo con Oscar en Fecunda. Yo, punto indigno, había llegado al corazón de nuestro Padre Dios. Entonces recuerdo con mucha emoción que el Padre Pío decía que lo apenaba que todos le pidieran que les quitara la cruz de encima: una enfermedad, una cesantía, un problema, etc. y que nadie le solicitase que le enseñara a llevar esa cruz y comprendo que si él me miraba tan radiante de felicidad, era no sólo porque no le había pedido que me quitara la cruz, sino que le había pedido que me la hiciera aún más pesada, a causa de toda la Iglesia, lo mismo que él había pedido a Cristo...
En la tarde me fue a visitar el doctor F. S. que me dice textualmente: “Llama la atención la intensidad de tu neumonia... Si te digo que estuviste grave ¿tú sabes a lo que yo llamo grave?”. Me examina y sorprendido me expresa que estoy mejor. Le digo, siempre con mascarilla: “Es que yo tengo un secretito” y me dice: “a ver, cuéntame” y le relato en forma breve lo sucedido. A lo que me responde: “Te creo absolutamente todo”. Entonces le hablo que el Padre Pío decía que la ciencia y la fe son hermanas, que si él me vino a enfermar, él también iba a disponer los médicos y la tecnología necesaria para sanarme, a lo que el doctor me contesta: “Eso es algo que nunca te voy a discutir, porque sé que es así”. Antes de irse me pide que una vez fuera del hospital me controle sólo con él.
Desde la visita del Padre Pío, recibí muchos regalitos de él que me alegraban el alma, pero que no quiero detallar, por lo extenso que ya resulta este testimonio. También me enviaron regalitos el Padre Hurtado y Mario Hiriart, a los que también fui encomendada. Nunca me faltó el sacerdote, la religiosa o ministra de comunión que diariamente me proporcionaba oraciones, la lectura del Evangelio y el Cuerpo de Cristo. Todos ellos supieron de este milagro y todos se emocionaron hasta las lágrimas. El primer sacerdote al que conté este hecho estaba tan conmovido con mi pedido que me dijo algo así: “Nosotros, la mayoría de los sacerdotes, nos esforzamos tanto por todas las personas, las asistimos, rezamos por ellas pero nadie ora por nosotros, sólo nos critican. ¡Le agradezco tanto que haya pedido al Padre Pío por nosotros! El es el modelo de sacerdote al que aspiramos y ahora tengo la certeza que gracias a lo que usted ofreció y a la visita del Padre Pío que él está intercediendo por nosotros, los sacerdotes”.
En la mañana del sábado 29 se aprecia el avance de mi recuperación. Puedo alimentarme mejor y han ido subiendo la cantidad de agua para beber. Dado el colapso que sufrieron mis pulmones es peligroso que me descongestione fuertemente. A mediodía caminamos con Oriana por los pasillos, esta vez sin oxígeno, lo que era toda una osadía, ya que mi saturación, o grado de oxigenación de mi cuerpo, marcaba 90, el límite. El doctor G. E. me vio caminar apoyada en Oriana, sin oxígeno, y casi se le salieron los ojos. Preocupado y asombrado exclamó “¿Y sin oxígeno?” y no me quitó la vista de encima mientras estuve en el pasillo. A la vuelta no estaba oxigenando tanto más del límite, pero sin embargo no me había cansado, lo que ya era harto. El médico, en una visita posterior ese día me dice, de seguir así, me dará de alta el lunes.
A mediodía ingresa a la habitación una nueva paciente. Me entero que es religiosa y que se llama María Felicia Lucero Orellana. Le dicen “Hermana Lucero”. Trabaja en la Parroquia San Pedro de Las Condes, donde coincidentemente Oscar es catequista. Ella tiene cáncer y ha sido intervenida más de 30 veces. Me parece un alma heroica de Dios y me pregunto ¿Cómo puede resistir tanto? Me decido a hablar con ella y le digo que conozco a Oscar Silva, lo que la pone muy contenta y desde allí nuestra conversación fluye en forma muy natural. Para animarla le comento la visita del Padre Pío, que ella cuenta a su familia, sus tres hermanas, cuando vienen a verla. Al despedirse se acercan a saludarme y a pedirme que ruegue al Padre Pío por la recuperación de su hermana. Me enternece como sin conocerme no dudan nunca de mi relato. Se palpa que tienen una fe inmensa en Dios y por eso las recuerdo con mucho respeto.
Por la tarde Oriana me lleva a conocer el lugar donde falleció el Padre Alberto Hurtado. La habitación ya no existe, pues el sector fue remodelado hace años y nadie tuvo la visión de que este gran sacerdote chileno sería llevado a los altares. Para consuelo, o desagravio, pusieron en la pared del lugar un gran retrato del Padre. Oré con mucho cariño ante él, pues me ha acompañado en varias situaciones y en esta también.
El domingo 30 ya puedo caminar mejor y me ejercito en la habitación. Ese día recibí la visita de mi marido, mi mamá y mis dos hijitos. Mi madre estaba emocionadísima con el relato.
El lunes 31, mando a decir a Roberto que me traiga la máquina fotográfica, pues en algún minuto deseo retratar la cama donde fui visitada por el Padre y me gustaría tomar el espacio exacto donde él estuvo de pie a mi lado. Me imagino que talvez tendré que pedir a alguien que lo haga por mí, aunque en realidad preferiría hacerlo yo misma pues ¿quién retrataría con más cariño aquel espacio santo? A mediodía, luego de otra caminata, el doctor G. E. ordena otro test de saturación. Marca 89, así es que no me da el alta. Pienso que es razonable esperar un poco, además estoy convencida que Dios lo quiere así porque algo me depara... no tengo dudas, soy un barquito de papel en el océano que sólo debe confiar en nuestro Padre... Si hago un recuento de mi vida, veo que Dios ha hecho mi historia de manera maravillosa, así es que confío plenamente. Pienso que a lo mejor el Padre Pío ha intercedido para otorgarme un día más en el hospital y así poder tomar la fotografía que tanto deseo... Mi amado Padre Pío parece escuchar hasta mis caprichos...
Esa tarde salgo a caminar con otro kinesiólogo y lo hago sin oxígeno. De regreso a mi sala observo que las enfermeras están sacando mis cosas y mi cama. Me explican que una paciente de la sala ha dado positivo el test de influenza, por lo que deben trasladar al resto y aislar la habitación. Veo atónita que me llevan a la misma sala donde me visitó el Padre Pío días atrás y me ubican frente y en diagonal a la cama 5022. Con culpable alegría sospecho que podré tomar la fotografía en la misma posición que había deseado. Eso sí, debo hacerlo de manera respetuosa para no tomar la imagen con la paciente sobre la cama. Esa noche, la joven de la cama 5022 va al baño y allí aprovecho de fotografiar un par de veces la cama, que parece estar igual que cuando recibí la visita del Padre Pío, a quien agradezco de corazón el permitirme este capricho.
Fui dada de alta el martes 1 de junio. Ya en mi casa, relato a Oscar y a Pía, su señora, todo lo ocurrido. Oscar me explica que el Padre Pío me visitó para enfermarme de gravedad, para llevarme a la cruz de Cristo cuando impuso sus manos en mi cuerpo y pienso que puede ser cierto lo que dice.
El viernes 4 de junio fui a controlarme con el doctor F. S. Se extrañó de verme tan pronto y con tan buen semblante. Después de examinarme dice que me encuentra tan bien que ya no necesitaré controles semanales. Ahora espera verme dentro de tres semanas, con unos nuevos exámenes y una última radiografía. Me comenta, entre otras cosas, que le sorprende mi enfermedad, pues según dice: “Nadie llega a la UTI por una neumonía. Nosotros, los médicos broncopulmonares, tratamos las neumonias en forma ambulatoria”. Además le parece extraño que siendo yo una mujer sana, joven, sin antecedentes pulmonares, y que no fuma me hubiera enfermado así, con tal intensidad, como también es extraño que me haya recuperado tan rápidamente.
Ahora sé que mis radiografías son muy valiosas, pues son la garantía de que durante mi estadía en el Hospital Clínico de la Universidad Católica, un hecho maravilloso ha ocurrido. Días después del alta, con toda la angustia vivida, mi marido se enfermó y tuvimos que llamar a la casa a un médico broncopulmonar. Vino el doctor Ramón Viñals. Le contamos de mi neumonia grave y que en tres días había salido de la UTI a la sala general. Escéptico me pidió las radiografías para verlas a contraluz en el ventanal del living, y consternado me dijo: “¿Y usted pasó por todo esto y ahora está aquí viva al lado mío? ¡Pero esto se ve clarísimo en las radiografías! ¡Es demasiado grande!... nunca había visto algo así, por favor explíqueme...” Eso hice, le conté a grandes rasgos que soy devota del Padre Pío, que le ofrecí mi enfermedad, que vino a visitarme, que me agravé y que me recuperé rápidamente. Muy emocionado me dijo: “Usted debe seguir siendo devota del Padre Pío, usted si es escuchada por él. Por favor pídale por todas las cosas malas que están pasando en el mundo, se necesita mucho” y salió de la casa muy pensativo y descolocado.
Posteriormente me he enterado que en mi ficha médica, que aún está en el Hospital Clínico, aparecen varios signos de interrogación que pueden deberse a que ciertos detalles no tienen explicación. Pero yo si la tengo. Mi teoría a estas alturas, muy personal, es la siguiente: El Padre Pío debe haberle dicho a Dios la noche de ese sábado 22 de mayo que ha recibido, como siempre, muchos pedidos pero que hay alguien acá abajo que ha ofrecido su enfermedad por la Iglesia, el Papa, los sacerdotes, las vocaciones religiosas y por las conversiones. Dios debe haberle preguntado que tan grave era la enfermedad y el Padre Pío posiblemente le haya contestado: “no es mucho, pero si la agravamos un poco nos puede servir. Si la visito y yo mismo se lo digo ella estará feliz de colaborar...”
El 9 de julio, el doctor F. S. me ha examinado y ha visto el informe y la última radiografía tomada hace dos días. La enfermedad ha desaparecido por completo y mis pulmones están absolutamente sanos, sin indicio alguno de la neumonia. Como había llevado todas las radiografías le pedí que me explicara aquella que evidenciaba la gravedad de la enfermedad. El doctor la puso en la pantalla de luz, junto a la más reciente y admirado exclamó: “¡Nadie podría creer que pertenecen a la misma persona!”. Después de explicarme en forma muy simple las diferencias entre ellas me las pidió prestadas para copiarlas, pues desea mostrarlas a sus alumnos en la Universidad.
Ese día me encontré con Ignacio Campos, el sacerdote que nos asistía a los pacientes en la Unidad de Tratamiento Intensivo del hospital. Le pregunté por un joven que había ingresado veinte días antes que yo, con el que nos habíamos saludado sólo una vez con gestos desde nuestras camas, pues la mayor parte del tiempo lo había visto inconsciente y conectado al respirador mecánico. Me contó que había fallecido cuando ya me habían dado de alta. Sus órganos vitales se fueron deteriorando, producto del colapso que sufrió en un pulmón y que no logró superar. Esto me consternó bastante pues yo había sobrevivido pese a tener ambos pulmones colapsados. Lo curioso fue que nunca me conectaron al respirador artificial. Es posible que pensaran que ya no podría recuperarme. Sin embargo, el sacerdote recordaba que yo había salido rápidamente de la UTI y me preguntó que había pasado conmigo. Cuando le conté lo sucedido estaba tan contento e impactado que me pidió que le entregara por escrito mi testimonio.
Hace unas noches, leyendo una biografía del Padre, he encontrado la explicación de todo esto: siendo muy joven al Padre Pío le sobrevino un resfriado tan fuerte que afectó primero su pulmón izquierdo y luego terminó dañando en forma seria ambos pulmones, exactamente lo que me ocurrió, y pienso que ha sido él mismo quién me ha traído su propia enfermedad para compartirla conmigo, para que juntos pudiéramos ofrecerla a Dios por la Iglesia. He hallado la descripción que hizo en su diario acerca de su enfermedad y he leído con desconcierto como lo descrito es idéntico a lo que yo padecí, con los mismos síntomas y dolores que sufrí desde el comienzo hasta el final, sólo que en mi caso duró algunas semanas y me recuperé completamente. En esos años, cerca de 1910, no existía la tecnología adecuada para diagnosticar la enfermedad que sufrió el Padre cuando fue enviado por sus superiores hasta Pietrelcina, a casa de sus padres, para que lo cuidasen en ambiente familiar durante unos siete años. En mi interior sé que tuvo una neumonia grave como la mía. Yo lo sé y el Padre Pío también. Pero con todo esto me percato, además, lo distraído o bromista que resultó ser. Poco más de un mes después de salir del hospital, me llegó la cuenta de los gastos ocasionados en mi estadía y con mucha risa comprendo que la cuenta ¡era del Padre Pío y que él se había ido sin pagar!... Parece que este era el sufrimiento que entonces se me había prometido, pero confío alegre y plenamente en que Dios proveerá...
Con esta maravillosa visita del Padre Pío, que yo llamo el ANTI MILAGRO, compruebo que Dios se complace más cuando ofrecemos que cuando pedimos y que en verdad nos regala todo lo que necesitamos, aunque a veces no lo percibamos así y que el Padre Pío, en un signo de humildad extrema, ha querido hacer de mí un instrumento de su inagotable labor.
En estos tiempos, en que la Iglesia, representada por el Papa Juan Pablo II, no es escuchada con atención y cuando los sacerdotes están siendo muy cuestionados, especialmente por las graves faltas que han cometido algunos de ellos, he comprendido que el Padre Pío ha venido a mi encuentro para traerles un trascendente y bellísimo mensaje. El, fiel a Jesús y a la Iglesia, siempre ha sufrido por los sacerdotes. Cuando estaba acá en la tierra oraba y suplicaba a Dios para que no los castigara, ofreciéndose víctima por todos ellos y la humanidad entera. Y Dios, conociendo la sinceridad de sus ruegos, con el corazón afligido permitió que el demonio lo azotase.
Hoy que el Padre Pío está a las puertas del cielo, esperando entrar hasta que lo haga el último de sus hijos espirituales, tal como nos ha prometido con tanta dulzura, tengo la certeza absoluta de que desde allí, se ha fijado en mi pequeñez y ha puesto en mi alma el anhelo y la osadía de ofrecer el sufrimiento de la enfermedad que padecí, su propia enfermedad, imponiendo sus manos en mi cuerpo para injertarlo en la cruz de Cristo y para agravarme hasta tal punto de casi perder esta vida terrenal, no sin antes manifestarme su profunda ternura depositando para siempre en mí el gran Amor de Dios y la plena confianza en sus designios.
El Padre Pío necesita llegar al corazón de todos los sacerdotes para que no dejen de anunciar la Vida Eterna, porque CRISTO SÍ RESUCITÓ Y ESTÁ VIVO, para que no duden en perseverar en su vocación, para que no decaigan ni equivoquen el camino, para que no se sientan solos, abandonados y desprotegidos, porque él, desde la entrada del cielo, sigue velando e intercediendo por cada uno de ellos, y quiere decirles que la pureza en el celibato si es posible, porque él la amó y la vivió y siendo hombre como todos pudo vencer las tentaciones. SI ES POSIBLE VIVIR EN OBEDIENCIA, POBREZA Y CASTIDAD.
La gran obra de este humilde fraile, pero gran sacerdote, fue crear los Grupos de Oración, a los que invitó a participar a todos sus hijos espirituales, encargándoles encarecidamente la misión de orar con insistencia por la Iglesia y por quienes la conforman, en particular por nuestros sacerdotes, intenciones que sin saberlo ( porque me he enterado sólo hace unos días ) son las mismas por las que pedí cuando recé su novena en el hospital. Sin duda fue el propio Padre Pío quien me inspiró a hacerlo, y quien me inspira ahora a pedir que lo acompañemos suplicando a Dios Padre por las mismas intenciones.
Este inesperado suceso lo he relatado a algunos sacerdotes, religiosas, diáconos, catequistas y ministros de comunión, y todos se han emocionado hasta las lágrimas. Llenos de alegría han dado alabanzas a Dios y me han dicho que lo sucedido más que un milagro ha sido un mensaje trascendental, dado el momento en que ha ocurrido.
Días atrás, una de las doctoras que me examinó en el hospital, ha escrito para contarme que leyó el relato y que se ha emocionado mucho porque ella sabe lo grave que estuve, que vio las radiografías y el informe interno y que da testimonio de mi milagrosa recuperación. Me sorprendió que me pidiera rezar al Padre Pío para que interceda por su papá que está muy enfermo. He visto como ella que trabaja para la Medicina, una disciplina que en general es tan reticente de los favores de Dios, acepta humildemente que sólo EL es TODOPODEROSO... Me ha dicho que gracias a lo que me sucedió ha recobrado la fe en su Iglesia, mi Iglesia.
Un fraile capuchino me ha dicho que es bueno divulgar lo sucedido entre quienes no traten de pisotear nuestra fe, pues con todo lo que se ha criticado a la Iglesia, se necesita conocer estos testimonios. Me ha dicho que él ve en esto la naturalidad con que lo trascendente se manifiesta en lo cotidiano y que esta gracia es un regalo que Dios me ha hecho para que lo viva y disfrute como prueba del inmenso Amor que nos tiene...
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